miércoles, 17 de octubre de 2012

EL HOMBRE QUE PLANTABA ÁRBOLES. un relato de Jean Giono






(Para aquellos que prefieran ver el texto en versión animada al final hay un enlace que lo permite)


Si uno quiere descubrir cualidades realmente excepcionales en el carácter de un ser humano, debe tener el tiempo o la oportunidad de observar su comportamiento durante varios años. Si este comportamiento no es egoísta, si está presidido por una generosidad sin límites, si es tan obvio que no hay afán de recompensa, y además ha dejado una huella visible en la tierra, entonces no cabe equivocación posible.
Hace cuarenta años hice un largo viaje a pie a través de montañas completamente desconocidas por los turistas, atravesando la antigua región donde los Alpes franceses penetran en la Provenza. Cuando empecé mi viaje por aquel lugar todo era estéril y sin color, y la única cosa que crecía era la planta conocida como lavanda silvestre.
Cuando me aproximaba al punto más elevado de mi viaje, y tras caminar durante tres días, me encontré en medio de una desolación absoluta y acampé cerca de los vestigios de un pueblo abandonado. Me había quedado sin agua el día anterior, y por lo tanto necesitaba encontrar algo de ella. Aquel grupo de casas, aunque arruinadas como un viejo nido de avispas, sugerían que una vez hubo allí un pozo o una fuente. La había, desde luego, pero estaba seca. Las cinco o seis casas sin tejados, comidas por el viento y la lluvia, la pequeña capilla con su campanario desmoronándose, estaban allí, aparentemente como en un pueblo con vida, pero ésta había desaparecido.



Era un día de junio precioso, brillante y soleado, pero sobre aquella tierra desguarnecida el viento soplaba, alto en el cielo, con una ferocidad insoportable. Gruñía sobre los cadáveres de las casas como un león interrumpido en su comida... Tenía que cambiar mi campamento.
Tras cinco horas de andar, todavía no había hallado agua y no existía señal alguna que me diera esperanzas de encontrarla. En todo el derredor reinaban la misma sequedad, las mismas hierbas toscas. Me pareció vislumbrar en la distancia una pequeña silueta negra vertical, que parecía el tronco de un árbol solitario. De todas formas me dirigí hacia él. Era un pastor. Treinta ovejas estaban sentadas cerca de él sobre la ardiente tierra.
Me dio un sorbo de su calabaza-cantimplora, y poco después me llevó a su cabaña en un pliegue del llano. Conseguía el agua -agua excelente- de un pozo natural y profundo encima del cual había construido un primitivo torno.
El hombre hablaba poco, como es costumbre de aquellos que viven solos, pero sentí que estaba seguro de sí mismo, y confiado en su seguridad. Para mí esto era sorprendente en ese país estéril. No vivía en una cabaña, sino en una casita hecha de piedra, evidenciadora del trabajo que él le había dedicado para rehacer la ruina que debió encontrar cuando llegó. El tejado era fuerte y sólido. Y el viento, al soplar sobre él, recordaba el sonido de las olas del mar rompiendo en la playa.
La casa estaba ordenada, los platos lavados, el suelo barrido, su rifle engrasado, su sopa hirviendo en el fuego. Noté que estaba bien afeitado, que todos sus botones estaban bien cosidos y que su ropa había sido remendada con el meticuloso esmero que oculta los remiendos. Compartimos la sopa, y después, cuando le ofrecí mi petaca de tabaco, me dijo que no fumaba. Su perro, tan silencioso como él, era amigable sin ser servil.


Desde el principio se daba por supuesto que yo pasaría la noche allí. El pueblo más cercano estaba a un día y medio de distancia. Además, ya conocía perfectamente el tipo de pueblo de aquella región... Había cuatro o cinco más de ellos bien esparcidos por las faldas de las montañas, entre agrupaciones de robles albares, al final de carreteras polvorientas. Estaban habitadas por carboneros, cuya convivencia no era muy buena. Las familias, que vivían juntas y apretujadas en un clima excesivamente severo, tanto en invierno como en verano, no encontraban solución al incesante conflicto de personalidades. La ambición territorial llegaba a unas proporciones desmesuradas, en el deseo continuo de escapar del ambiente. Los hombres vendían sus carretillas de carbón en el pueblo más importante de la zona y regresaban. Las personalidades más recias se limaban entre la rutina cotidiana. Las mujeres, por su parte, alimentaban sus rencores. Existía rivalidad en todo, desde el precio del carbón al banco de la iglesia. Y encima de todo estaba el viento, también incesante, que crispaba los nervios. Había epidemias de suicidio y casos frecuentes de locura, a menudo homicida. 

 
Había transcurrido una parte de la velada cuando el pastor fue a buscar un saquito del que vertió una montañita de bellotas sobre la mesa. Empezó a mirarlas una por una, con gran concentración, separando las buenas de las malas. Yo fumaba en mi pipa. Me ofrecí para ayudarle. Pero me dijo que era su trabajo. Y de hecho, viendo el cuidado que le dedicaba, no insistí. Esa fue toda nuestra conversación. Cuando ya hubo separado una cantidad suficiente de bellotas buenas, las separó de diez en diez, mientras iba quitando las más pequeñas o las que tenían grietas, pues ahora las examinaba más detenidamente. Cuando hubo seleccionado cien bellotas perfectas, descansó y se fue a dormir.
Se sentía una gran paz estando con ese hombre, y al día siguiente le pregunté si podía quedarme allí otro día más. Él lo encontró natural, o para ser más preciso, me dio la impresión de que no había nada que pudiera alterarle. Yo no quería quedarme para descansar, sino porque me interesó ese hombre y quería conocerle mejor. Él abrió el redil y llevó su rebaño a pastar. Antes de partir, sumergió su saco de bellotas en un cubo de agua.
Me di cuenta de que en lugar de cayado, se llevó una varilla de hierro tan gruesa como mi pulgar y de metro y medio de largo. Andando relajadamente, seguí un camino paralelo al suyo sin que me viera. Su rebaño se quedó en un valle. Él lo dejó a cargo del perro, y vino hacia donde yo me encontraba. Tuve miedo de que me quisiera censurarme por mi indiscreción, pero no se trataba de eso en absoluto: iba en esa dirección y me invitó a ir con él si no tenía nada mejor que hacer. Subimos a la cresta de la montaña, a unos cien metros.






Allí empezó a clavar su varilla de hierro en la tierra, haciendo un agujero en el que introducía una bellota para cubrir después el agujero. Estaba plantando un roble. Le pregunté si esa tierra le pertenecía, pero me dijo que no. ¿Sabía de quién era?. No tampoco. Suponía que era propiedad de la comunidad, o tal vez pertenecía a gente desconocida. No le importaba en absoluto saber de quién era. Plantó las bellotas con el máximo esmero. Después de la comida del mediodía reemprendió su siembra. Deduzco que fui bastante insistente en mis preguntas, pues accedió a responderme. Había estado plantado cien árboles al día durante tres años en aquel desierto. Había plantado unos cien mil. De aquellos, sólo veinte mil habían brotado. De éstos esperaba perder la mitad por culpa de los roedores o por los designios imprevisibles de la Providencia. Al final quedarían diez mil robles para crecer donde antes no había crecido nada.
Entonces fue cuando empecé a calcular la edad que podría tener ese hombre. Era evidentemente mayor de cincuenta años. Cincuenta y cinco me dijo. Su nombre era Elzeard Bouffier. Había tenido en otro tiempo una granja en el llano, donde tenía organizada su vida. Perdió su único hijo, y luego a su mujer. Se había retirado en soledad, y su ilusión era vivir tranquilamente con sus ovejas y su perro. Opinaba que la tierra estaba muriendo por falta de árboles. Y añadió que como no tenía ninguna obligación importante, había decidido remediar esta situación.
Como en esa época, a pesar de mi juventud, yo llevaba una vida solitaria, sabía entender también a los espíritus solitarios. Pero precisamente mi juventud me empujaba a considerar el futuro en relación a mí mismo y a cierta búsqueda de la felicidad. Le dije que en treinta años sus robles serían magníficos. Él me respondió sencillamente que, si Dios le conservaba la vida, en treinta años plantaría tantos más, y que los diez mil de ahora no serían más que una gotita de agua en el mar.
Además, ahora estaba estudiando la reproducción de las hayas y tenía un semillero con hayucos creciendo cerca de su casita. Las plantitas, que protegía de las ovejas con una valla, eran preciosas. También estaba considerando plantar abedules en los valles donde había algo de humedad cerca de la superficie de la tierra.
Al día siguiente nos separamos.


Un año más tarde empezó la Primera Guerra Mundial, en la que yo estuve enrolado durante los siguientes cinco años. Un "soldado de infantería" apenas tenía tiempo de pensar en árboles, y a decir verdad, la cosa en sí hizo poca impresión en mí. La había considerado como una afición, algo parecido a una colección de sellos, y la olvidé.
Al terminar la guerra sólo tenía dos cosas: una pequeña indemnización por la desmovilización, y un gran deseo de respirar aire freco durante un tiempo. Y me parece que únicamente con este motivo tomé de nuevo la carretera hacia la "tierra estéril".

El paisaje no había cambiado. Sin embargo, más allá del pueblo abandonado, vislumbré en la distancia un cierto tipo de niebla gris que cubría las cumbres de las montañas como una alfombra. El día anterior había empezado de pronto a recordar al pastor que plantaba árboles. "Diez mil robles -pensaba- ocupan realmente bastante espacio". Como había visto morir a tantos hombres durante aquellos cinco años, no esperaba hallar a Elzeard Bouffier con vida, especialmente porque a los veinte años uno considera a los hombres de más de cincuenta como personas viejas preparándose para morir... Pero no estaba muerto, sino más bien todo lo contrario: se le veía extremadamente ágil y despejado: había cambiado sus ocupaciones y ahora tenía solamente cuatro ovejas, pero en cambio cien colmenas. Se deshizo de las ovejas porque amenazaban los árboles jóvenes. Me dijo -y vi por mí mismo- que la guerra no le había molestado en absoluto. Había continuado plantando árboles imperturbablemente. Los robles de 1.910 tenían entonces diez años y eran más altos que cualquiera de nosotros dos. Ofrecían un espectáculo impresionante. Me quedé con la boca abierta, y como él tampoco hablaba, pasamos el día en entero silencio por su bosque. Las tres secciones medían once kilómetros de largo y tres de ancho. Al recordar que todo esto había brotado de las manos y del alma de un hombre solo, sin recursos técnicos, uno se daba cuenta de que los humanos pueden ser también efectivos en términos opuestos a los de la destrucción... 


Había perseverado en su plan, y hayas más altas que mis hombros, extendidas hasta el límite de la vista, lo confirmaban. me enseñó bellos parajes con abedules sembrados hacía cinco años (es decir, en 1.915), cuando yo estaba luchando en Verdún. Los había plantado en todos los valles en los que había intuido -acertadamente- que existía humedad casi en la superficie de la tierra. Eran delicados como chicas jóvenes, y estaban además muy bien establecidos.
Parecía también que la naturaleza había efectuado por su cuenta una serie de cambios y reacciones, aunque él no las buscaba, pues tan sólo proseguía con determinación y simplicidad en su trabajo. Cuando volvimos al pueblo, vi agua corriendo en los riachuelos que habían permanecido secos en la memoria de todos los hombres de aquella zona. Este fue el resultado más impresionante de toda la serie de reacciones: los arroyos secos hacía mucho tiempo corrían ahora con un caudal de agua fresca. Algunos de los pueblos lúgubres que menciono anteriormente se edificaron en sitios donde los romanos habían construido sus poblados, cuyos trazos aún permanecían. Y arqueólogos que habían explorado la zona habían encontrado anzuelos donde en el siglo XX se necesitaban cisternas para asegurar un mínimo abastecimiento de agua.
El viento también ayudó a esparcir semillas. Y al mismo tiempo que apareció el agua, también lo hicieron sauces, juncos, prados, jardines, flores y una cierta razón de existir. Pero la transformación se había desarrollado tan gradualmente que pudo ser asumida sin causar asombro. Cazadores adentrándose en la espesura en busca de liebres o jabalíes, notaron evidentemente el crecimiento repentino de pequeños árboles, pero lo atribuían a un capricho de la naturaleza. Por eso nadie se entrometió con el trabajo de Elzeard Bouffier. Si él hubiera sido detectado, habría tenido oposición. Pero era indetectable. Ningún habitante de los pueblos, ni nadie de la administración de la provincia, habría imaginado una generosidad tan magnífica y perseverante.
Para tener una idea más precisa de este excepcional carácter no hay que olvidar que Elzeald trabajó en una soledad total, tan total que hacía el final de su vida perdió el hábito de hablar, quizá porque no vio la necesidad de éste.






En 1.933 recibió la visita de un guardabosques que le notificó una orden prohibiendo encender fuego, por miedo a poner en peligro el crecimiento de este bosque natural. Esta era la primera vez -le dijo el hombre- que había visto crecer un bosque espontáneamente. En ese momento, Bouffier pensaba plantar hayas en un lugar a 12 km. de su casa, y para evitar las ideas y venidas (pues contaba entonces 75 años de edad), planeó construir una cabaña de piedra en la plantación. Y así lo hizo al año siguiente.
En 1.935 una delegación del gobierno se desplazó para examinar el "bosque natural". La componían un alto cargo del Servicio de Bosques, un diputado y varios técnicos. Se estableció un largo diálogo completamente inútil, decidiéndose finalmente que algo se debía hacer... y afortunadamente no se hizo nada, salvo una única cosa que resultó útil: todo el bosque se puso bajo la protección estatal, y la obtención del carbón a partir de los árboles quedó prohibida. De hecho era imposible no dejarse cautivar por la belleza de aquellos jóvenes árboles llenos de energía, que a buen seguro hechizaron al diputado.
Un amigo mío se encontraba entre los guardabosques de esa delegación y le expliqué el misterio. Un día de la semana siguiente fuimos a ver a Elzeard Bouffier. Lo encontramos trabajando duro, a unos diez kilómetros de donde había tenido lugar la inspección.
El guardabosques sabía valorar las cosas, pues sabía cómo mantenerse en silencio. Yo le entregué a Elzeard los huevos que traía de regalo. Compartimos la comida entre los tres y después pasamos varias horas en contemplación silenciosa del paisaje...
En la misma dirección en la que habíamos venido, las laderas estaban cubiertas de árboles de seis a siete metros de altura. Al verlos recordaba aún el aspecto de la tierra en 1.913, un desierto... y ahora, una labor regular y tranquila, el aire de la montaña fresco y vigoroso, equilibrio y, sobre todo, la serenidad de espíritu, habían otorgado a este hombre anciano una salud maravillosa. Me pregunté cuántas hectáreas más de tierra iba a cubrir con árboles.
Antes de marcharse, mi amigo hizo una sugerencia breve sobre ciertas especies de árboles para los que el suelo de la zona estaba especialmente preparado. No fue muy insistente; "por la buena razón -me dijo más tarde- de que Bouffier sabe de ello más que yo". Pero, tras andar un rato y darle vueltas en su mente, añadió: "¡y sabe mucho más que cualquier persona, pues ha descubierto una forma maravillosa de ser feliz!".
Fue gracias a ese hombre que no sólo la zona, sino también la felicidad de Bouffier fue protegida. Delegó tres guardabosques para el trabajo de proteger la foresta, y les conminó a resistir y rehusar las botellas de vino, el soborno de los carboneros.
El único peligro serio ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial. Como los coches funcionaban con gasógeno, mediante generadores que quemaban madera, nunca había leña suficiente. La tala de robles empezó en 1.940, pero la zona estaba tan lejos de cualquier estación de tren que no hubo peligro. El pastor no se enteraba de nada. Estaba a treinta kilómetros, plantando tranquilamente, ajeno a la guerra de 1.939 como había ignorado la de 1.914. 

 
Vi a Elzeard Bouffier por última vez en junio de 1.945. Tenía entonces ochenta y siete años. Volví a recorrer el camino de la "tierra estéril"; pero ahora en lugar del desorden que la guerra había causado en el país, un autobús regular unía el valle del Durance y la montaña. No reconocí la zona, y lo atribuí a la relativa rapidez del autobús... Hasta que vi el nombre del pueblo no me convencí de que me hallaba realmente en aquella región, donde antes sólo había ruinas y soledad.
El autobús me dejó en Vergons. En 1.913 este pueblecito de diez o doce casas tenía tres habitantes, criaturas algo atrasadas que casi se odiaban una a otra, subsistiendo de atrapar animales con trampas, próximas a las condiciones del hombre primitivo. Todos los alrededores estaban llenos de ortigas que serpenteaban por los restos de las casas abandonadas. Su condición era desesperanzadora, y una situación así raramente predispone a la virtud.



Todo había cambiado, incluso el aire. En vez de los vientos secos y ásperos que solían soplar, ahora corría una brisa suave y perfumada. Un sonido como de agua venía de la montaña. Era el viento en el bosque; pero más asombro era escuchar el auténtico sonido del agua moviéndose en los arroyos y remansos. Vi que se había construido una fuente que manaba con alegre murmullo, y lo que me sorprendió más fue que alguien había plantado un tilo a su lado, un tilo que debería tener cuatro años, ya en plena floración, como símbolo irrebatible de renacimiento.
Además, Vergons era el resultado de ese tipo de trabajo que necesita esperanza, la esperanza que había vuelto. Las ruinas y las murallas ya no estaban, y cinco casas habían sido restauradas. Ahora había veinticinco habitantes. Cuatro de ellos eran jóvenes parejas. Las nuevas casas, recién encaladas, estaban rodeadas por jardines donde crecían vegetales y flores en una ordenada confusión. Repollos y rosas, puerros y margaritas, apios y anémonas hacían al pueblo ideal para vivir.
Desde ese sitio seguí a pie. La guerra, al terminar, no había permitido el florecimiento completo de la vida, pero el espíritu de Elzeard permanecía allí. En las laderas bajas vi pequeños campos de cebada y de arroz; y en el fondo del valle verdeaban los prados.
Sólo fueron necesarios ocho años desde entonces para que todo el paisaje brillara con salud y prosperidad. Donde antes había ruinas, ahora se encontraban granjas; los viejos riachuelos, alimentados por las lluvias y las nieves que el bosque atrae, fluían de nuevo. Sus aguas alimentaban fuentes y desembocan sobre alfombras de menta fresca. Poco a poco, los pueblecitos se habían revitalizado. Gentes de otros lugares donde la tierra era más cara se habían instalado allí, aportando su juventud y su movilidad. Por las calles uno se topaba con hombres y mujeres vivos, chicos y chicas que empezaban a reír y que habían recuperado el gusto por las excursiones. Si contábamos la población anterior, irreconocible ahora que gozaba de cierta comodidad, más de diez mil personas debían en parte su felicidad a Elzeard Bouffier.
Por eso, cuando reflexiono en aquel hombre armado únicamente por sus fuerzas físicas y morales, capaz de hacer surgir del desierto esa tierra de Canaan, me convenzo de que a pesar de todo la humanidad es admirable. Cuando reconstruyo la arrebatadora grandeza de espíritu y la tenacidad y benevolencia necesaria para dar lugar a aquel fruto, me invade un respeto sin límites por aquel hombre anciano y supuestamente analfabeto, un ser que completó una tarea digna de Dios.
(Elzeard Bouffier murió pacíficamente en 1.947 en el hospicio de Banon).
Jean Giono.









El relato de Jean Giono que fue escrito alrededor de 1953, es poco conocido en Francia. El texto se pudo recuperar gracias a que contrariamente a lo que sucede en Francia, la historia ha sido ampliamente difundida en el mundo entero y ha sido traducida a trece idiomas. Lo que ha contribuido también a que se hallan hecho numerosas preguntas alrededor de la personalidad de Eleazar Bouffier y sobre de los bosques de Vergins. Si bien es cierto que el hombre que plantó los encinos es un simple producto de la imaginación del autor; es importante aclarar que efectivamente en ésta región se ha realizado un enorme esfuerzo de reforestación, sobretodo a partir de 1880. Cien mil hectáreas han sido reforestadas antes de la Primera Guerra Mundial, utilizando predominantemente pino negro de Austria y malezas de Europa. Estos bosques son actualmente bellísimos y han efectivamente transformado el paisaje y el régimen de las aguas de esta región.
     He aquí el texto de la carta que Giono escribió al director del Departamento de Aguas y Bosques, el señor Valderyon, en 1957 haciendo referencia a este relato.
    
    Querido Señor:
    


Siento mucho decepcionarlo, pero Eleazar Bouffier es un personaje inventado. El objetivo de esta historia es el de hacer amar a los árboles, o con mayor precisión: hacer amar plantar árboles (lo que después de todo, es una de mis ideas más preciadas). O, si se considera por el resultado; el objetivo es obtener el mismo resultado de nuestro personaje imaginario. El texto que usted ha leído en "Trees and life" ha sido traducido al Danés, Finés, Sueco, Noruego, Inglés, Alemán, Ruso, Checoslovaco, Húngaro, Español, Italiano, Yddish y Polaco. Cedo mis derechos gratuitamente a todas las reproducciones. Un americano me ha buscado recientemente para solicitarme la autorización para hacer un tiraje de 100.000 ejemplares del texto que van a ser repartidas gratuitamente en América (algo que tengo bien entendido y aceptado). La Universidad de Zagreb ha hecho una traducción al Yugoslavo. Este es uno de los textos que he escrito de los que me siento más orgulloso, porque cumple con la función para la que fue escrito. Dicho sea de paso, esta historia no me aporta ningún céntimo.


     Si a usted le es posible, me encantaría que pudiéramos reunirnos para hablar precisamente de la utilización práctica de este texto. Yo considero que es ya el tiempo de que hagamos una política favorable al árbol, a pesar de que la palabra política parezca bastante mal adaptada.


Muy cordialmente,     


Jean Giono      



miércoles, 8 de agosto de 2012

LAS BUENAS MALAS HIERBAS

Las llamadas malas hierbas sirven para alejar parásitos y plagas, fijar el suelo agrícola o combatir la contaminación
Algunas son tan conocidas como el bledo, la colleja o la caléndula. Su persecución histórica ha provocado que muchas de ellas se encuentren en la actualidad en peligro de extinción. La lista negra de las malas hierbas aglutina a unas 300 en España, pero sólo alrededor de una decena pueden catalogarse como realmente perjudiciales para los ecosistemas agrícolas.

Sin dejar de lado esta realidad, la ciencia relativamente moderna de la malherbología intenta descifrar los beneficios que poseen estas plantas y conducir su uso en agricultura, jardinería, farmacia o, incluso, en el ámbito de la genética. La comunidad científica se ha visto obligada a aunar criterios sobre qué se considera una mala hierba.
Existen unas 250.000 especies vegetales en el Planeta, y aproximadamente unas 7.500 son hierbas. ¿Cuáles han merecido el calificativo de malas? A grandes rasgos, los botánicos han identificado varios atributos ecológicos comunes como el hábito herbáceo, el rápido crecimiento, la forma vital predominantemente anual y una elevada capacidad de producción y dispersión de semillas. No obstante, la amplitud en la definición ha provocado que todas las hierbas de fácil y rápida proliferación sean señaladas como malas hierbas y, por tanto, indeseadas, arrancadas o atacadas con herbicidas.
Pero algunas son más eficientes de lo que se cree. Las malas hierbas tienen utilidades por su extraordinaria capacidad de supervivencia, diseminación y colonización de medios alterados. Así, pueden interferir positivamente con las especies manejadas, a través de procesos como el aumento de la fertilidad del suelo, y pueden usarse, además, para luchar contra la erosión en taludes o para recuperar suelos abandonados. Se está percibiendo que el mantenimiento de una cubierta vegetal de malas hierbas reduce drásticamente la pérdida de suelo en el olivar gramíneas como el vallico ('Lolium rigidum'), la cebada ratonera ('Hordeum murinum') y la avena loca o 'Avena sterilis', cuyas poblaciones se mantienen en el cultivo durante la época de lluvias.

Otra utilidad de esta comunidad de plantas radica en la recuperación de suelos contaminados. Algunas son capaces de acumular en sus tejidos cantidades elevadas de metales pesados, como el cinc, el plomo, el manganeso o el cobre, que pueden encontrarse en los suelos a partir de residuos de la actividad industrial o minera. «Mediante su cultivo en suelos contaminados en posible extraer varias decenas de kilogramos de metales pesados por hectárea», asegura Bastida. Algunas de las más eficaces como bioacumuladores de metales pesados son cierto tipo de jaramago ('Hirschfeldia incana'), el carraspique alpino ('Thlaspi caerulescens') o la acedera ('Rumex acetosa').

Otra ventaja de las malas hierbas es que atraen a insectos que, de alguna forma, atacan a aquellos otros que causan daños a las especies agrícolas. En muchos casos, la presencia de bandas de vegetación silvestre en los márgenes de los cultivos resulta favorable dado que sirven como fuente de polen y néctar para los adultos de insectos cuyas larvas son depredadoras o parásitas de insectos plaga. Así, se pueden disminuir los daños ocasionados por éstas en el propio cultivo.
Por ejemplo, las larvas de dípteros (moscas) son depredadoras de pulgones y las larvas de himenópteros, como las avispas, parasitan cochinillas, que pueden ser plagas de cultivos. En ambos casos, los insectos 'beneficiosos' son atraídos por el néctar de malas hierbas como el ranúnculo ('Ranunculus arvensis'), la mostaza blanca ('Sinapis alba') o la hierba de Santiago ('Senecio jacobea').

También resulta eficaz su uso en farmacia. A pesar de que son tan sólo un mero 3% del cuarto de millón de especies de plantas en el mundo, conforman más de un tercio de las plantas utilizadas en la elaboración de productos farmacológicos. Es el caso de la adormidera ('Papaver somniferum'), una especie de amapola de donde se extrae la morfina, o de la vinca ('Vinca defformis L.'), de donde se extrae la vinblastina, muy útil para el tratamiento del cáncer dado que tiene componentes que inhiben el crecimiento de las células cancerosas.

Aún más allá, las poblaciones de malas hierbas constituyen recursos genéticos valiosos para la mejora de los cultivos. Pueden presentar genes favorables para las plantas cultivadas, como por ejemplo los de resistencia a una enfermedad o de tolerancia a la sequía. Estas secuencias pueden ser incorporadas a las plantas cultivadas mediante programas de cruzamiento.

Pese a lo peyorativo del lenguaje, conforme avanza la Malherbología estas plantas se desprenden de la mala fama que les atribuye el sector agrícola. Incluso en algunos países, como los escandinavos y Alemania, llevan a cabo estrategias para intentar preservar en los márgenes de los campos de cultivo las malas hierbas endémicas que se encuentran en estado crítico de conservación. De ser perseguidas a lo largo de la historia pasan, ahora, a ser protegidas. Estamos asumiendo que muchas de ellas son, sencillamente, buenas malas hierbas.

Este es un artículo que escribió Erika López...yo lo he adaptado a mi blog.

Aquí os dejo un enlace a un video de un agricultor industrial reconvertido en defensor de las mal llamadas "malas hierbas" , su nombre es Josep Pàmies...acabo de descubrirlo y me ha encantado, ¡Qué disfrutéis!

http://www.youtube.com/watch?v=7QpBzHsyrKo 

martes, 26 de junio de 2012

Huertas en las ventanas, en las azoteas, en los jardines...


 


Se extiende como la pólvora, en cada paseo que me doy por páginas de ecología y medioambiente descubro nuevas iniciativas empresariales o comunitarias de cultivo de hortalizas en espacios urbanos.
Como muestra el cultivo hidropónico en las ventanas: http://www.windowfarms.org/




Las granjas en los  tejados:
http://www.goodegreennyc.com/projects.html

 



Incluso colmenas en los tejados de Eiffel Park Hotel:
http://www.hotels-paris-rive-gauche.com/blog/2006/09/26/harvesting-the-honey-of-our-bees-eiffel-park-hotel/

 

Espacios verdes y ecológicos plantados entre rascacielos, fábricas y polígonos industriales, los huertos urbanos representan dentro de los núcleos urbanos una vía de contacto con la naturaleza, al mismo tiempo que aportan beneficios educacionales, sociales, ambientales, terapéuticos y, en algunos casos, económicos. No es necesario para su creación y desarrollo disponer de grandes extensiones de terreno; se puede utilizar un solar que está en desuso, las azoteas de los edificios o los balcones y terrazas de la propia vivienda.

Condiciones mínimas

Cada vez un mayor número de ciudades españolas apuestan por la creación de huertos urbanos. La pionera fue Barcelona, que en 1996 puso en marcha la primera red de huertos urbanos regulados, que establece como única condición para convertirse en uno de sus usuarios ser mayor de 65 años y vivir en el distrito donde se halla el huerto. Otras ciudades han tomado como modelo el reglamento de esa primera red y han desarrollado proyectos similares. Hace apenas unos meses, arrancaban los primeros 30 huertos urbanos sostenibles de Santander, dirigidos también a jubilados. El pasado enero, el Ayuntamiento de las Palmas de Gran Canaria presentaba su proyecto de huertos urbanos, mientras que el de Albacete anunciaba la creación de una treintena de ellos. Pero esta iniciativa no se destina en exclusiva a los jubilados; muchas escuelas han comenzado a implantar estos huertos promovidos por asociaciones de padres de alumnos.
El acceso a los huertos urbanos se realiza por sorteo, previa inscripción de los interesados en una lista de espera. Los afortunados tienen derecho a cultivar en la parcela que se le ha asignado durante un período determinado de años siempre que se comprometan a cumplir una serie de normas. Por ejemplo, cada titular debe hacer frente de los gastos de sus propias semillas y plantas y, en algunos huertos, también pagan una parte del agua de riego. Se comprometen a destinar su cosecha al autoconsumo, a no instalar ni casetas, ni porches, ni jaulas para animales en el huerto y a respetar las parcelas vecinas. A cambio, disponen de las herramientas que les facilita la propia entidad que promueve el huerto y de la orientación técnica de sus responsables.
La filosofía que rige el funcionamiento de los huertos urbanos es la de la agricultura ecológica planteada como una actividad lúdico-educativa en la que el objetivo no es conseguir la mejor cosecha, sino conocer la naturaleza y practicar una agricultura respetuosa desde el punto de vista  ambiental.

También en los balcones 

El espacio reducido de las ciudades para acoger huertos ha contribuido a que los balcones y las azoteas de las viviendas se conviertan en lugares idóneos para su desarrollo. Y aunque se aprecian grandes diferencias entre unos y otros, estos espacios contribuyen a mitigar el efecto isla de calor urbano.
En 2001, Tokio aprobó una norma que exigía que los nuevos edificios privados con una cubierta de más de mil metros cuadrados cubrieran, al menos, el 20% de su superficie con huertos. Alemania cuenta con más de trece millones de metros cuadrados de azoteas verdes y otros países donde se promueve este tipo de huertos son Gran Bretaña, Hungría, Holanda, Suecia y Estados Unidos. Más cerca, en Barcelona, la concejalía de Medio Ambiente lanzó con la fundación Terra una campaña para crear huertos en balcones y terrazas, así como cursos de horticultura en diferentes centros cívicos de la ciudad.
Respecto a los cuidados que precisan estos huertos, algunos expertos aseguran que es más difícil mantener un huerto en el balcón que en la tierra. La exposición al viento es mayor y es necesario estar muy pendiente de las necesidades hídricas de las plantas. En el suelo, las raíces de las plantas encuentran recursos para lograr nutrientes, sin embargo, en una bandeja o una maceta las raíces no pueden llegar muy lejos, por lo que es importante garantizar que la tierra esté nutrida.
Ante estos posibles inconvenientes se recomienda que el lugar seleccionado para sembrar las plantas cuente al menos con cinco horas de sol diarias, que esté protegido del viento y que se vigile a menudo la humedad de las plantas, ya que en un recipiente pequeño es más fácil que la tierra se seque.

Beneficios sociales y educación ambiental

Son muchos los expertos que coinciden en subrayar los beneficios terapéuticos y sociales de la horticultura. Por esta razón, en numerosos huertos se dispone de parcelas reservadas para pacientes neurológicos o con algún tipo de discapacidad, y para jóvenes y adultos en riesgo de exclusión social. Además, en el caso de los jubilados, los cuidados en el huerto les proporcionan la satisfacción de sentirse y ayudan a evitar depresiones.
Pero las bondades de estos espacios ecológicos urbanos no finalizan aquí. Los huertos son una forma de educación ambiental y nutricional. De ahí que los ayuntamientos concierten cada año un mayor número de visitas con diferentes colegios para que los alumnos disfruten de la oportunidad de observar cómo se cultiva una lechuga. Por otro lado, el hecho de fomentar el cultivo para el autoconsumo, aunque sólo se trate de un par de hortalizas al mes, aporta una nueva perspectiva sobre la seguridad de los alimentos, el uso de productos químicos y el cuidado de la tierra.
Por otro lado, esta actividad fomenta la conciencia del reciclaje de los residuos (el abono que se usa se elabora con los residuos orgánicos), de la conservación de los espacios comunes y la convivencia. Al fin y al cabo, entre todos los usuarios deben mantener cuidado el huerto, respetar las instalaciones comunes y compartir las salidas de agua.

CÓMO CONSTRUIR UN HUERTO EN EL BALCÓN DE CASA

Elegir un lugar que reciba entre cinco y seis horas de sol diarias. Según la orientación, esas horas de sol pueden variar a lo largo del año, lo que determinará el tipo de plantas y hortalizas a cultivar.
Evitar las zonas con viento o instalar algún tipo de protección para el buen mantenimiento de las plantas (redes, vallas protectoras...).
Disponer de una toma o depósito de agua cerca para regar.
Realizar algún curso de horticultura. Las tiendas de venta de semillas y muchas páginas web son buenos lugares para iniciarse en esta actividad.
Comenzar por plantar los vegetales propios de la época: rábanos o lechugas, que se cosechan en poco tiempo, o el mastuerzo (similar al berro), cuyas semillas germinan muy rápido y necesitan poco sol.
Aunque estos pequeños huertos son más controlables, no están a salvo de insectos. Hay plantas que pueden ayudar al equilibrio: la capuchina repele el pulgón y las plantas aromáticas como la lavanda, el tomillo o la salvia ayudan a que hongos, arañas y pulgones no aparezcan.



Fotos de las mismas webs a las que aludo.
Fuente del texto a propósito de los huertos urbanos: http://www.probicosl.com/index.php

jueves, 21 de junio de 2012

jueves, 7 de junio de 2012

Semana verde de Silleda del 14 al 17 de junio

ESTAREMOS EN SILLEDA,
EN LA FERIA INTERNACIONAL SEMANA VERDE DE GALICIA.
¡¡¡OS INVITAMOS A CONOCER LAS MESAS DE CULTIVO QUE DISTRIBUIMOS !!!


EN LA SEMANA VERDE TAMBIÉN PODEIS ENCONTRAR TODAS ESTAS ACTIVIDADES:
http://www.semanaverde.es/2012/index.php?option=com_content&view=article&id=124&Itemid=131&lang=es

jueves, 24 de mayo de 2012

NUESTRA MESA DE CULTIVO



La montamos y llenamos con drenaje, tierra y una última capa de compost el 24 de Abril.                                                       




¡¡Y MIRAD CÓMO SE ESTÁN PONIENDO LAS LECHUGUITAS!!

viernes, 18 de mayo de 2012

Más alternativas al césped


En esta entrada quiero insistir en la necesidad de encontrar alternativas al césped en nuestros jardines.
En esta foto podeis ver un jardín en el que hemos cubierto el suelo con corteza de pino, nosotros preferimos ésto a la grava porque tiene menos impacto ambiental...¿ a qué resulta bonito?

jueves, 3 de mayo de 2012

ALTERNATIVAS AL CÉSPED


Aunque nos pueda parecer igual, no es lo mismo un césped que una pradera. El césped es una mezcla de gramíneas de diferentes familias compuesta por una variedad de dos a cinco tipos de ellas. Mientras que la pradera es una mezcla de hierbas florales con una o a lo sumo dos gramíneas.

Si nos fijamos en la naturaleza, y observamos las praderas que de manera espontánea nacen en cada zona y región de la Península Ibérica, veremos que no existe una pradera sin hierbas florales en ninguna zona climática que escojamos dentro de nuestra variada climatología.


                                  Césped en el jardín: un error


Desde hace ya muchos años, en los jardines de viviendas unifamiliares, tanto adosadas como independientes, así como públicos, caemos en el error de no elegir praderas sino céspedes. Pero es lógico, dado que las referencias a seguir para formar un prado verde, sólo las tenemos en los campos deportivos de fútbol y en zonas verdes públicas.
Así, la mayoría quieren que su jardín tenga un tapiz de una corta selección de gramíneas, cuanto más parecido al que luce un estadio de fútbol, mejor. Sin caer en la cuenta de que esa mezcla, especialmente creada para un campo deportivo, no se encuentra por ningún lado en la naturaleza, que los cuidados de mantenimiento que se dan en un campo deportivo son innumerables, así como sus riegos y siegas.

                                     Aspecto más salvaje

Lo más acertado es recurrir a las praderas, ya que naturalizan nuestro jardín, y le confieren un carácter mas silvestre y elegante. Dejando aparte lo estético, la pradera es más sencilla de cuidar, y lo que es más importante de todo, exige mucha menos cantidad de agua, elemento tan valioso en nuestros días.

bosque

 

  

                                    Flores a todo color

La pradera vive las cuatro estaciones del año, algo que no hace el césped; nos lo encontramos igual, visualmente, tanto en verano como en invierno. La pradera, por el contrario, en primavera experimenta una explosión de color y flores, en verano es una variada mezcla de verdes que en otoño reverdean más aún, y en invierno se duermen bajo un color más pardo. Los colores y tonos dependen también de la zona de la Península en la que nos encontremos.

Este color pardo, resulta siempre muy bello, puesto que lo natural es que una pradera, como todos los vegetales, tenga su ciclo de vida. ¿Os imagináis un invierno a la misma temperatura que un verano?


                                Completa todo el ciclo anual

 

Una pradera que no cambia su aspecto en ninguna estación es lo más parecido a una planta artificial. Lo mas bello de los seres vivos es su capacidad de crecimiento, cambio y reproducción. Si congelamos los ciclos naturales, perdemos gran parte de la belleza de un prado, perdemos su naturalidad.
La pradera consume diez veces menos de agua que un césped. Mientras que éste necesita 30 minutos de riego, distribuidos en dos veces al día; la pradera sólo necesita de 3 a 5 minutos una vez al día. La diferencia de consumo es tan grande como la estética, ya que las flores silvestres necesitan muy poco consumo de agua, menor frecuencia de corte, atraen las mariposas y facilitan la polinización de otras especies vegetales. Al sembrar una pradera estás ayudando a preservar ciertas especies que están siendo casi erradicadas de su hábitat natural por causa del desarrollo urbano.


                                     Plantación en otoño

La mejor época para sembrar una pradera es de septiembre a noviembre, siendo el mes óptimo octubre. Secundariamente se puede hacer en primavera, pero sólo en los meses de marzo y abril, aunque, si es posible, lo realizaremos siempre en otoño.
La pradera constituye una manera ideal de contar en nuestro jardín con un manto verde, que, al contrario que el césped, está vivo y en constante evolución, siguiendo los ritmos naturales de los cambios de estaciones.


Este es un texto de un paisajista que tiene una visión de la jardinería muy cercana a la nuestra, se llama Juan Luis Ruiz de Dyezma:


 Gracias al Sr. Juan Luis de Dyezma por su trabajo.

Algunas de las fotos de florecillas de prado son de mi hija Sabela, así que gracias también a ella por su aportación.

miércoles, 18 de abril de 2012

PDF MESAS DE CULTIVO



Más información y más fotos de las mesas de cultivo de la Fundació Areté.
Un estupendo PDF, publicado en la página de Gaspar Caballero de Segovia del que os coloco aquí el enlace:


http://www.gasparcaballerodesegovia.net/pdfs/prensa/33/prensa_33.pdf